Doña Arminda

Hay personas extraordinarias con las que, si tienes suerte, te encuentras una vez en la vida. Yo tuve la suerte de convivir con una de ellas: doña Arminda.
Era doña Arminda un ser lleno de luz, de paciencia y amor. Tenía que serlo, para lidiar con once hijos, individualistas, competitivos, demandantes… pero también llenos de amor, de ese amor que ella les dio a raudales, complementando al de don Ray, que también tenía lo suyo.
Era un ambiente singular para una familia muy especial: todos los hijos regresaban de la escuela con diplomas o reconocimientos de primeros lugares y se llevaban de premio una cariñosa palmadita de doña Arminda, nada más se esperaba, era algo cotidiano. ¿Había pleitos entre los hermanos? ¡claro que sí... siempre!. ¿Motivos?, todos… que si el hermano adolescente sustrajo el rimmel de su hermana, el primero que le compraban, para pintarse de negro las patillas… que si alguien se tomó el refresco de alguien más…. que si otro cayó víctima de las bromas constantes que había en esa casa… pero no duraban los enojos, porque ahí estaban las guitarras, el piano, el acordeón y felices, todos cantaban, con escaso talento pero con muchas ganas, herencia de don Ray. Sólo doña Arminda, con su segunda natural le daba calidad a la interpretación.
Eran las bromas, las risas, pero sobre todo el amor lo que cualquiera que entrara en esa casa sentía de inmediato, aún antes de ver la carita sonriente de doña Arminda asomarse por la puerta de la cocina, y siempre hubo un plato más para cada uno de los innumerables amigos de sus once hijos.
¿El resultado?... once hombres y mujeres de bien, que dan amor de la misma forma que sus padres lo hacían. Y sigue la música y siguen las bromas. La familia, ahora extensísima -sin doña Arminda ni don Ray, pero con una gran cantidad de hijos y nietos, primos, tíos y hasta amigos-, permanece sólidamente unida. Una familia extraordinaria, dicen algunos… una familia de amor, pienso yo. ¡Gracias doña Arminda… muchas gracias mamá!.