El "don"

El trabajo de parto había iniciado horas atrás. María estaba sumamente nerviosa. Había rogado a Dios que sus hijos no heredaran el don de su abuela… y así había sido hasta ahora con sus dos primeros: Alejandro, el mayor, no presentaba signos de la extrema sensibilidad espiritual  que a su abuela le ocasionó tanto dolor —la tacharon de bruja e hicieron de su vida un infierno—, mientras que Fernanda, la segunda, centraba su existencia sólo en la moda juvenil y los artistas de éxito.
Pero la noche anterior María había soñado con su abuela. Le sonreía cariñosamente y le extendía sus manos llenas de luz, en un obsequio divino. María despertó bañada en sudor y en el mismo instante sintió el primer dolor agudo, síntoma de que empezaba el alumbramiento.
—Dios, ¡por favor no!— repetía angustiada.
De pequeña le tocó vivir el rechazo absoluto de los habitantes del poblado en donde nació, por ser nieta de aquella bondadosa mujer que ayudaba a todos, pero que causaba terror con sus visiones. El cura del pueblo instigaba a sus feligreses en su contra. Tuvieron que salir huyendo una noche de octubre, con el miedo como acicate,  ante su creciente agresividad. Una vieja combi, propiedad de su padre, fue su medio de transporte y así llegaron con dificultad a Hermosillo. “En una ciudad tan grande”, —pensaban en aquel tiempo—, “con tantos habitantes, podríamos pasar desapercibidos”.
La abuela guardó absoluto hermetismo desde ese día. Nunca más habló de sus visiones y se fue consumiendo poco a poco ante los ojos desconsolados de María, que la adoraba. Antes de morir tomó la mano de la niña y la observó por un rato con profundo cariño.
— Las mujeres de esta familia hemos recibido un don de Dios —le dijo. —Cada tres generaciones se repite. Alguna hija tuya lo tendrá y deberás apoyarla y orientarla.
María no entendía aquello. Sólo sabía que había sido el don de su abuela lo que los hizo salir del pueblo de esa manera. También sabía que su madre lloraba a escondidas por el sufrimiento de la anciana. Ese era un don que ella no quería para las hijas que alguna vez tendría, como le vaticinó su abuela.
Cuando nació Fernanda y a medida que fue creciendo, se  mantuvo en vilo escudriñando cada gesto, cada mirada, temerosa de descubrir en ella el don. Poco a poco se convenció de que la niña estaba libre de lo que ella consideraba una maldición. Con una parejita de hijos decidieron que su familia estaba completa. Su esposo, José, un hombre comprensivo y amoroso, apoyó a María en esta decisión a pesar de que le hubiera encantado tener más descendencia.
En el cumpleaños número 12 de Fernanda, se enteró que iba a ser madre de nuevo. Hacía tiempo que había abandonado los viejos temores, por lo que se dedicó con alegría a vivir su embarazo... hasta la noche anterior, que su abuela se le presentó en sueños.


“Si es un varoncito, no habrá peligro”, se decía, “el don sólo ataca a las mujeres.”
Los dolores arreciaban. Quería que José estuviera a su lado, pero eso no estaba permitido. Un dolor intenso, más fuerte y más agudo que los anteriores, la hizo emitir un grito ronco, desgarrador.
— Es una niña preciosa —le dijo el doctor mostrándosela.
Tenía carita de ángel, con su nariz respingada y tres pelitos rubios en la cabeza. María sintió una gran calidez en el corazón y la abrazó rebosante de amor. Cuando la bebé abrió los ojos y la miró, lo supo: ella sí tenía el don.
“Yo te voy a proteger, mi chiquita”, le dijo arrullándola, “ y vas a tener una vida normal y muy feliz.”
José entró en la habitación y supo lo que era amor a primera vista: era la criatura más hermosa que había visto en su vida y desde ese momento,  se convirtió en su esclavo.
— Tiene el don —los ojos de María estaban cuajados en lágrimas.
José la besó tiernamente y trató de tranquilizarla.
 —Son otros tiempos –le dijo—; nuestra niña crecerá libre de supersticiones. Y si realmente ese don existe, bienvenido sea, dijo riendo. Tomó a la pequeña en sus brazos, orgullosísimo.
“Vas a ser feliz toda tu vida” su risa se oía hasta el pasillo del hospital, “nosotros te vamos a cuidar y a consentir y a amar siempre, ¿verdad preciosa?” Una pequeña sonrisa de la niña premió los mimos de su padre, enloqueciéndolo.
“Todo va a estar bien”, pensó María un poco más tranquila, “con tanto amor, todo tiene que estar  bien. “

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