Como húngaros

El trabajo de don Ray le exigía cambiar frecuentemente de ciudad de residencia. Eso no hubiera significado mayor problema para una familia normal, con un papá, una mamá y a los mejor tres o cuatro hijos. Pero mi familia no era para nada así: había un papá, una mamá, una abuela, once hijos y hasta un perro. Había un montón de colchones cubiertos de lamparones de penetrantes aromas, sillas desiguales, un trastero color amarillo muy claro, con incontables capas de pintura, un juego de sala de color indefinido, un viejo refrigerador con esquinas redondeadas y una estufa, veterana gloriosa de incontables batallas.


Todo eso iba a dar a un vagón de ferrocarril que lo transportaría a la próxima ciudad, mientras nosotros nos trasladábamos felicísimos en la vieja camioneta de don Ray a correr una nueva aventura, en otro lugar, con nuevos amigos, en una nueva escuela. Recuerdo vívidamente cómo la sufrida camioneta "vomitaba" chamacos frente a la que sería nuestra casa. La adrenalina nos recorría el cuerpo mientras revisábamos los espacios, gritando "¡aquí voy a dormir yoooo!", antes de que interviniera doña Arminda a poner orden con calma y dulzura infinitas.


Vivimos en Cd. Obregón, Guaymas, Empalme, Cananea, Nogales y Hermosillo. En cada una de esas ciudades nos cambiamos al menos dos veces de casa, ya que era sumamente difícil conseguir en renta una casa para semejante familión. Don Ray rentaba alguna -probablemente no era la ideal, pero lo aceptaban con su enorme tropa-, y después, con calma, buscaban otra vivienda más adecuada. Cada uno de esos cambios significaba para nosotros un feliz episodio, un nuevo comienzo. Los muebles aparecían como por arte de magia en el nuevo hogar y empezaba la rutina de detectar entre los vecinos, chamacos con edades afines. Para nosotros era una aventura... ahora pienso lo estresante que debían ser esas andanzas para nuestros padres... y nunca lo resentimos.


Contaba don Ray que, en una ocasión, en Nogales, el cambio de casa coincidió con un viaje que tuvo que hacer al sur del Estado. En esos días se atravesó una tromba que incomunicó a la fronteriza ciudad, en donde se acumularon varios pies de nieve. La mudanza apenas había llegado, la casa no contaba todavía con calentones y el frío era devastador. Don Ray no podía regresar y rabiaba impotente imaginando cómo estaría su familia. Consiguió por fin pasar en un "motorcito" y desesperado, imaginando mil escenas terribles, llegó a la casa para encontrarse a todos sus retoños confortablemente dormidos en la cocina. La estufa despedía un delicioso olor a pan recién horneado, preparado por una apacible doña Arminda, quien se sorprendió al notar la angustia de don Ray.


Muchas personas pensarían que éramos "como húngaros". Nosotros fuimos felices: más unidos, más llenos de amor y más conscientes de la suerte que tuvimos de contar con dos extraordinarios pilares en nuestra familia. ¡Buen trabajo, queridos viejos!

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