Nuestras Navidades

No sé en donde empezó la tradición, pero recuerdo que ya en el año de 1955, cuando nació mi hermana justo el 24 de diciembre en la noche, llegó el santoclós a la casa de las tías,  arrastrando un saco enorme de juguetes para todos nosotros y una bicicleta de dos ruedas para mi hermano mayor. La tradición de que santoclós entregara los juguetes a todo el "chamaquero" debía venir de tiempo atrás.


Y es que no éramos sólo nosotros; estaban los primos, tíos, amigos, abuelos, en fin, una multitud. La familia siempre fue muy numerosa. Por la década de los 60s los hermanos de doña Arminda se fueron casando y teniendo descendencia; cada vez éramos más niños quienes esperábamos temblando de miedo el sonido de la campanita, que nos avisaba que ahí venía el personaje vestido de rojo. El traje era impecable, pues mis tías eran excelentes costureras, pero llevaba una máscara tiesa, de cartón o de yeso y los ojitos de quien estuviera bajo el disfraz brillaban detrás de ella. Era aterrador cuando sacaba un regalo y decía: para.... El niño aludido debía arrodillarse, santiguarse y recibir el regalo, a veces acompañado con alguna amonestación "y no le pegues a tu hermanito", lo que nos dejaba atónitos: ¿cómo supo?


El centro de todo este movimiento eran mis abuelos maternos, Machica y Pachico. Desde días antes empezaban las tías a preparar los tamales, frijoles, el "guajolote", los "bizcochuelos y cortadillos" y una gran variedad de delicias. Mi tío traía un pick up con un piano a cuestas que aporreaba toda la noche y Pachico nos sentaba a todos los nietos bajo de una enorme ceiba que había en el imenso patio y nos contaba cuentos. El resto del tiempo correteábamos sin cansancio. Los adultos esperaban emocionados al tío compositor, que llegaba desde México y los niños esperábamos ansiosos al gordo de rojo que llegaba desde el cielo.


Cuando crecimos, la fiesta se trasladó a la casa de don Ray y doña Arminda. El santoclós ya no traía máscara, sólo barbas de estambre blanco y el traje era un desastre, confeccionado por mi hermana y por mi, que no nos destacábamos como costureras. Muchas veces se nos olvidó el cinturón negro y teníamos que improvisar con un cinto de don Ray, con lo que el pobre personaje terminaba "acinturado"... deforme, pues... pero eso nunca nos detuvo. Ahora eran nuestros hijos los que temblaban con el sonido de la campanita.


Al faltar don Ray y doña Arminda, nuestro festejo grande se pasó al Año Nuevo y las navidades se festejan con las familias de los cónyuges de cada uno de los hermanos. El gordo vestido de rojo anda ahora aterrorizando a otros pequeños... y nosotros seguimos disfrutando en nuestros corazones de la tibieza de estos imborrables recuerdos.







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