La Choya

Cuando don Ray y doña Arminda, -tras haber completado la decena de retoños-, pensaron que ya habían terminado con pañales, papillas y visitas urgentes al pediatra, un sábado en la mañana, en la sala de su casa, recibieron la visita de nuestro médico familiar.

Mi hermano mayor y yo nos habíamos quedado semi escondidos detrás de una mampara cuando vimos llegar al galeno, asustados por aquella visita inusual y el gesto serio de nuestros padres. ¿Estarán enfermos? -nos preguntábamos-, y un poco temerosos nos dispusimos a oír. Don Ray y doña Arminda se sentaron en el sillón grande, muy juntos, y el doctor se sentó en el sillón individual, frente a ellos. La tenue luz de un cielo nublado entraba a través de la persiana de la sala. Era una escena casi surrealista, que culminó con la voz del médico diciendo ¡Felicidades!  .... ¡¿felicidades??!  ... ¿vamos a tener otro hermanito?. Mi hermano y yo nos volteamos a ver sonrientes, pero de repente nos cayeron encima las circunstancias: Don Ray cumpliría 50 el año siguiente y doña Arminda pasaba de los 40... ¿no es peligroso? nos preguntamos y sólo atinamos a ver sus caras serias. De seguro sus temores eran los mismos... y tenían 10 hijos que los necesitaban también.

Cuando pasó la sorpresa, llegaron los sentimientos encontrados: mi abuela paterna que acababa de ver morir a su única hija mujer, aseguró que sería una niña y se llamaría María Aurora, como mi tía fallecida. La mirada de doña Arminda, que siempre fue muy dulce, empezó a brillar llena de amor. Los hermanos mayores sentíamos un poco de pena al anunciar a nuestros amigos que mi mamá estaba embarazada. ¿Cómo manejas eso a los 17 años?

Por fin llegó el momento del parto. Don Ray andaba de viaje y doña Arminda se tuvo que enfrentar a la histeria de todos nosotros. Yo quería que saliera corriendo al hospital si la veía pensativa y con la mirada perdida... ¡ya! le decía y ella me tenía que calmar con una sonrisa.  Todos los demás andaban por el estilo. Tuvo ella que disimular sus dolores, para que no le diéramos la lata... ¡ni que fuera primeriza!, decía.

Y nació María Aurora, la Yoya, nuestra Choya. Una bebé deliciosa, con carita de ángel. La casa entera se puso patas arriba. Don Ray estaba enloquecido con ella y mi abuela revivió con su sonrisa, volcando en ella toda su atención y todo su amor. Doña Arminda la veía crecer feliz con sus ojitos entrañables. Cada uno de sus hermanos tuvimos una vivencia especial con ella: algunos le tocaban el piano para que cantara, otros la guitarra para que bailara, otros más la sacábamos a pasear y la presumíamos orgullosísimos. A unos más y a otros menos, pero a todos nos cambió la vida.

Tuvo amor a borbotones y su infancia fue muy intensa. Entraba apenas a la adolescencia cuando perdió uno a uno los pilares de su vida: primero partió doña Arminda, seguidita de cerca por nuestra abuela y más adelante don Ray. Quedamos los 10 hermanos "haciéndole casita", pero estuvimos muy lejos de llenar el hueco que dejaron los que se habían ido. Vivió temporadas con algunos de nosotros y forjó su carácter firme, entregado y lleno de amor.

Ahora es madre de dos adolescentes que siguen sus pasos; esposa y cómplice de correrías del que ha sido el gran amor de su vida y una exitosa empresaria. Una mujer ejemplar, aunque todos la seguimos viendo como aquella chiquita entrañable: la Choya, nuestra Choyita.

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