Carmen Alicia

No estaba loca, aunque la opinión generalizada es que tenía una fuerte tendencia a estarlo. Era alegre, exultante, jaranera y la opinión de los demás le tenía totalmente sin cuidado. Extremadamente impulsiva solía ser blanco de las bromas de sus compañeros de trabajo pues ante cualquier situación, primero actuaba y después pensaba... y si se equivocaba, alzaba los hombros y sacaba justificaciones bizarras, enmedio de grandes carcajadas.

La conocí en la década de los 70's, cuando llegó a trabajar a El Imparcial esgrimiendo orgullosa el Premio Nacional de Periodismo, que había recibido de manos del entonces Presidente, José López Portillo. Fue contratada para realizar reportajes especiales. Cuando llegó, trató de mantener su nivel superior... venia del DF, era Premio Nacional, era culta, intelectual, no debía mezclarse con la chusma, pues. Esa postura le duró escasamente media hora... y a duras penas. Su alma arrabalera emergió triunfante y su risa explosiva se volvió parte de nuestro entorno de trabajo.

Siendo tan diferentes, nos hicimos amigas entrañables. Coincidimos en Baja California, ella en Tijuana y yo en Mexicali, nos veíamos esporádicamente y disfrutábamos hasta el último segundo que pasábamos juntas. Ella regresó primero, explotó su vocación histriónica y, cuando yo la seguí, me recibió y no me soltó en varios días. Su aspecto no era el mismo y me explicó entre risas que padecía de una rara enfermedad.... ¡imposible que tuviera una enfermedad común!

Murió joven y pidió que en su funeral nos vistiéramos de colores vivos. Otra vez fue diferente: su hija totalmente devastada vestía de flores amarillas y su familia y amigas tristísimas también obedecieron su ruego. Yo, de rojo, entre lágrimas y mocos le dije adiós. Hoy la recuerdo especialmente. Alguna barbaridad ha de andar haciendo en el cielo. ¡Nos vemos, amiga!

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